Tomado de la serie Roadmap (hoja de ruta)
[Finding Life’s Purpose—Part 1]
«Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente» —le respondió Jesús—. Este es el primero y el más importante de los mandamientos. El segundo se parece a este: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas.
Mateo 22:37-40[1]
Es posible que conozcas un adagio cuáquero que dice: «No pasaré por este camino más de una vez. Por lo tanto, si puedo hacer un bien, ser bondadoso con un ser humano, lo mejor es que lo haga ahora, que no lo posponga ni lo relegue; pues no volveré a pasar por esta senda».
Hay tanto que hacer. Es fácil quedarnos inmersos en todo lo que hay que hacer. Independientemente de tu ocupación y estilo de vida —si estudias, trabajas o diriges una labor misionera en un país donde no naciste— los muchos detalles de la vida cotidiana pueden ocupar nuestro tiempo y energía de modo que no hagamos una pausa y pensemos en lo que hacemos de nuestra vida y por qué.
En términos sencillos, para los discípulos cristianos, la razón por la que hacemos lo que hacemos debería ser el amor. Al fin y al cabo, Dios es amor. Amar es nuestro mayor privilegio, nuestra más grande obligación: ante todo amar primero a Dios, seguido cercanamente por el amor al prójimo.
¿Qué es lo que hace que seamos capaces de amar al prójimo, de sacrificarnos por los demás, de vivir sin egoísmos?
Esas son preguntas difíciles de responder. El hecho es que ninguno de nosotros tiene en su interior lo que hace falta para manifestar constantemente amor, altruismo, interés y preocupación por los demás. Es decir, a menos que tengamos el amor de Dios en nuestro corazón y que estemos dispuestos a expresarlo a los que nos rodean.
El amor no es algo que nos ponemos y nos quitamos. No podemos llevarlo puesto como una chaqueta. Debe ser una parte de nuestra vida, de lo que respiramos. En primer lugar, debemos llenarnos de amor por medio del Espíritu de Dios en nuestro corazón. Luego, debemos optar por manifestar amor cuando se presentan las oportunidades. Por lo general, demostrar amor no llega de manera tan natural como esperaríamos. Sin duda alguna, de manera individual, no tenemos suficiente amor para vivir como Jesús nos enseñó, para amarnos unos a otros como Él nos ama.
A fin de vivir la vida de amor que Dios quiere que tengamos, debemos acercarnos al Señor y recibir Su Espíritu y Su amor.
¿Cómo lo hacemos? Debemos dedicar tiempo a Jesús. Debemos recibir Su Palabra en nuestro corazón y permitir que Él nos dé las fuerzas para amar a los demás como Él quiere que lo hagamos. Ahí está el secreto, en dedicar suficiente tiempo a tener comunión con el Señor, de modo que Su amor surja de nuestro corazón, rebose y cubra a los que nos rodean.
Hay veces en que manifestar o expresar amor es un sacrificio. A menudo, hacer caso a los avisos de Dios para manifestar amor va contra nuestra naturaleza, no es conveniente, no tiene sentido, o simplemente parece innecesario. Por una u otra razón, con frecuencia no expresamos el amor y admiración que sentimos por los que nos rodean, o nos demoramos en hacerlo. Es triste que la consecuencia de esa situación común sea que cuando posponemos expresar aprecio, es posible que se pierda una oportunidad de animar a alguien a quien le hace mucha falta, o de dejar manifiesto de manera tangible cómo ve Dios a esa persona. Alguien dijo: «sentir amor y no expresarlo es como envolver un regalo y no darlo».
La siguiente anécdota de Tom Anderson arroja nueva luz sobre manifestar amor y aprecio.
En una ocasión, al dirigirme en auto a nuestra cabaña en la playa para pasar unas vacaciones, me propuse que en esas dos semanas trataría de ser un esposo y padre amoroso. Muy amoroso. Sin excusas.
Tuve la idea al escuchar a un comentarista en un CD que llevaba en el auto. Citaba pasajes bíblicos con el tema de que los esposos sean considerados con sus esposas. Luego, dijo: «El amor es un acto de voluntad. Una persona puede elegir amar». Tuve que reconocer que había sido un esposo egoísta, que nuestro amor había perdido brillo por mi falta de sensibilidad. En realidad eran pequeños detalles: regañaba a Evelyn por su impuntualidad; insistía en poner el canal de televisión que yo quería ver; tiraba el periódico del día anterior aunque sabía que Evelyn quería leerlo. Bien, por dos semanas eso cambiaría.
Y así fue. Desde el momento en que besé a Evelyn en esa puerta le dije:
—Este nuevo suéter amarillo te queda muy bien.
—Tom, lo notaste —dijo sorprendida y complacida, quizá un poco perpleja.
Después de conducir mucho tiempo para llegar a la cabaña, quise sentarme a leer. Evelyn sugirió ir a caminar por la playa. Iba a negarme, pero luego pensé: «Evelyn ha estado aquí con los niños sola toda la semana. Y ahora quiere estar a solas conmigo». Caminamos por la playa mientras los niños volaban sus cometas.
Y así transcurrieron las dos semanas. En ese tiempo no llamé a la empresa de inversiones de Wall Street donde soy director. Fuimos al museo de conchas, aunque por lo general detesto los museos (y ese museo me gustó). Me esforcé para no decir nada mientras Evelyn tardaba en alistarse y llegamos tarde a una cena. Me relajé y estuve feliz. Así pasaron todas las vacaciones. Hice una nueva promesa, la de tener presente optar por el amor.
Sin embargo, una cosa salió mal en mi experimento. Hoy en día Evelyn todavía se ríe de eso. Una noche, ya era tarde, estábamos en nuestra cabaña y Evelyn me miró fijamente con una expresión muy triste.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Tom —empezó a decir y en su voz se notaba la angustia—, ¿sabes algo que yo no sé?
—No te entiendo.
—Es que… hace varias semanas me hice un chequeo médico… nuestro doctor… ¿te dijo algo de mí? Tom, has sido tan bueno conmigo… ¿me estoy muriendo?
Tardé un momento en entenderlo todo. Luego, me reí a carcajadas.
—No, mi cielo —le respondí, mientras la abrazaba y le daba un beso—. No estás muriéndote. ¡Es que yo estoy empezando a vivir! Tom Anderson
Tom optó por amar al dejar de lado sus preocupaciones por Wall Street y sus intereses personales a fin de dar atención positiva a su familia; en este caso, principalmente a su esposa. Los resultados dan más pruebas de que cuando dedicamos tiempo a amar, a menudo causa un impacto tremendo y duradero. En este caso, su esposa quedó tan sorprendida con la atención que recibía que pensó que algo debía andar mal; hasta pensó que tal vez estaba muriéndose. Resulta que se encontraba bien. Sin embargo, en el mundo hay muchas personas que sí se mueren por que les presten un poco de atención, que les tengan un poco de compasión y que les den un poco de amor. Es probable que todos conozcamos a alguien que se encuentra en esa situación.
En realidad, todos nos sentimos así a veces. Y si ese es el caso, ¿cómo queremos que otros nos traten? ¿Por qué no deberíamos dar eso a otros?
Hay muchos beneficios de vivir con amor a Dios y al prójimo. Una de las principales restituciones es que cuando vivimos más para el prójimo que para nosotros mismos, descubrimos que la vida tiene un propósito. Cuando vivimos con propósito, nuestra vida tiene valor. No muchas cosas de nuestra vida son eternas. El amor lo es. El amor tiene valor eterno; ¿qué te parece ese propósito? Con el tiempo, una vida egoísta causará un mayor vacío interior, porque Dios nos creó con anhelos que solo pueden satisfacerse con algo mayor que nosotros mismos, al tener una relación amorosa con Dios y una relación de amor con el prójimo. Dios nos creó con una necesidad de dar a otros, de sacrificarnos por los demás, a fin de hallar propósito y satisfacción duradera.
Examinemos detenidamente este hecho verídico:
Un corredor de Wall Street, que llamaremos Bill Wilkins, despertó una mañana en un hospital para borrachos. Abatido, miró al médico y gimió:
—Doctor, ¿cuántas veces he estado en este antro?
—¡Cincuenta!
—Supongo que el licor me matará, ¿verdad?
—Bill —contestó el médico con seriedad—. Ya no falta mucho.
—Entonces —añadió Bill—. ¿Me puedo tomar un trago para sentirme mejor?
—Creo que estaría bien, dadas las circunstancias —asintió el médico—. Pero haré un trato contigo. En el cuarto de al lado hay un joven y se encuentra muy mal. Esta es la primera vez que viene aquí. Si te presentas como un ejemplo terrible, tal vez logres que le dé miedo y que no se emborrache nunca más en la vida.
En vez de resentirse, Bill se interesó un poco y aceptó:
—Bien, lo haré. Pero no olvide ese trago cuando vuelva.
El joven estaba convencido de estar condenado. Bill, que se consideraba a sí mismo agnóstico, no se lo explicaba, pero instaba al muchacho a que acudiera a un poder superior.
—El licor es un poder externo que es más fuerte que tú y te vence —le insistía—. Solo otro poder que no está en ti puede salvarte. Si no lo quieres llamar Dios, llámalo la verdad.
Independientemente del efecto que causó en el joven, Bill quedó muy impresionado con lo que acababa de decir. Volvió a su cuarto y olvidó el trato que había hecho con el médico. Bill nunca pidió que le sirvieran el trago prometido. Por fin, pensar en otra persona le había dado a la ley de altruismo una oportunidad de obrar en él. Funcionó tan bien que vivió para convertirse en el fundador de un movimiento muy eficaz en la fe sanadora: Alcohólicos Anónimos.
William Griffith Wilson era el verdadero nombre de Bill. Aunque para mantener la tradición de Alcohólicos Anónimos, la mayoría lo conocía simplemente como Bill W. ¿Quién podría haber imaginado que a la larga un bien mundial surgiría como resultado del momento en que Bill dejó de poner atención a sí mismo egoístamente y decidió ser altruista? Al olvidarnos de nosotros mismos e invertir en los demás a menudo obtenemos los mayores dividendos. Fulton Oursler
Era un hombre que se encontraba en la más absoluta miseria, que había estado 50 veces en un hospital para borrachos. Debió sentirse tan derrotado y sin esperanza, sobre todo por ser agnóstico. Sin embargo, encontró una forma de empezar una nueva vida al interesarse por otras personas y tratar de ayudar al prójimo.
Es probable que la mayoría de nosotros hayamos visto ejemplos de esta clase de renovación. Tal vez te has encontrado en situaciones en que no parecía que lograbas hacer un cambio necesario por mucho que lo intentaras, hasta el día en que dejaste de pensar en ti mismo y pensaste en otra persona. Y entonces tuviste la fuerza de voluntad para cambiar, hacer progresos, avanzar en la vida, y hasta para ayudar a un amigo que necesitaba hacer lo mismo.
Elisabeth Elliot expresó bien ese concepto:
¿A menudo se sienten como tierra reseca? ¿Qué no pueden producir nada que valga la pena? Yo sí. Cuando necesito un descanso para reponer fuerzas, no es fácil pensar en las necesidades de los demás. Sin embargo, he descubierto que si en vez de orar para mi consuelo y satisfacción, pido al Señor que me ayude a dar a los demás, algo asombroso ocurre con frecuencia: encuentro que mis necesidades son satisfechas de manera excelente. El descanso y refrigerio llegan como jamás habría pensado, tanto para los demás como, por cierto, para mí.
Jesús dijo:
Dad y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo, porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir.
Lucas 6:38[2]