J.
R. Miller
«Ensancha el sitio de tu
tienda y las cortinas de tus habitaciones sean extendidas; no seas
apocada; alarga tus cuerdas y refuerza tus estacas» (Isaías 54:2).
No somos conscientes ni de
la mitad de nuestras posibilidades. No empezamos siquiera a tomar posesión
de nuestra herencia. Nuestros montes yacen repletos de oro; sin
embargo, ¡no hacemos más que raspar la arena y la delgada capa de
tierra superficial! Vivimos en pequeñas chozas en el valle, cuando
espléndidos palacios nos aguardan en las cimas de los cerros.
Nunca debemos contentarnos
con una vida estrecha. Fuimos hechos para la holgura y la plenitud, y
defraudamos a Dios cuando no logramos realizar nuestro potencial. Hay
quienes afirman que el ideal de vida del cristianismo es estrecho.
Dicen que nos corta las alas y nos limita. No da cabida, por ejemplo, a
la formación física o intelectual. No dice nada del arte, la música, la
ciencia o las múltiples facetas de la actividad humana. Solo presenta
el lado moral: la conciencia, la obediencia a las leyes celestiales,
logros y realizaciones espirituales.
La respuesta por supuesto
es que si bien es posible que el cristianismo no nombre explícitamente
las cosas del intelecto o no haga una invocación manifiesta para que
los hombres aspiren a nobles realizaciones en el arte, la exploración,
la inventiva, la investigación y la cultura de lo bello, sí abarca en
su espectro todo lo que contribuye a la plenitud y culminación de
la vida y el carácter. No excluye nada, salvo lo que atañe al pecado:
la desobediencia a la ley, la impureza, el egoísmo, la falta de
caridad, conductas que no hacen otra cosa que estrechar y degradar y
que no amplían ni enriquecen la vida. Engloba «todo lo que es
verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo
amable, todo lo que es de buen nombre». ¿Podría calificarse de estrecha esa vida?
Nuestra fe cristiana no
impone límite alguno a la vida, salvo en lo que malogra, mancha y
degrada el carácter. Los horticultores japoneses conocen una técnica
para atrofiar los árboles, y el mundo también está lleno de hombres
atrofiados, enanos en comparación con lo que Dios quiso que fueran. El
cristianismo, sin embargo, siempre propicia hombres plenos, hombres que
alcancen su pleno potencial y que logren su mayor expansión en todo aspecto.
[...] El cristianismo promueve el pleno desarrollo de toda potencia y
capacidad del ser. Jesucristo, nuestro modelo, quiere que lleguemos a
ser personas plenamente desarrolladas. En calidad de dirigentes, de
maestros, de seguidores de Cristo, nuestra influencia debe propender al
enriquecimiento y expansión de la vida de la gente. [...] No hay mejor
manera de demostrar nuestra amistad a otras personas que influyendo
sobre ellas de tal modo que su vida sea más llena, más auténtica, más
amorosa, más provechosa. [...]
Hay mucha gente que vive
en una sola habitación, por así decirlo. Estaba destinada a morar en
una casa amplia, con muchos aposentos, aposentos de la mente, del
corazón, del gusto, de la imaginación, del sentimiento y de las
sensaciones. No obstante, esos aposentos altos permanecen inútiles
mientras los inquilinos viven en el sótano.
Se cuenta que un
noble escocés, al momento de tomar posesión de sus propiedades, se
propuso dotar a su gente de mejores viviendas, la cual vivía apretujada
en casitas de un solo ambiente. Edificó para sus súbditos casas bonitas
y cómodas. Al poco tiempo, sin embargo, cada familia terminó viviendo
como antes, todos apiñados en un cuarto, sin ocupar el resto de la
casa.
No sabían vivir en
espacios más amplios y mejores. El experimento satisfizo al noble: no
se podía beneficiar a la gente simplemente por medios externos. La
única manera de ayudarla realmente era desde el interior, en su mente y
en su corazón.
Horace Bushnell lo expresó
en un epigrama: «El alma del progreso es el progreso del alma». Lo que
hace falta no es una casa más grande para un hombre, sino ¡un hombre
más grande en la casa! No se engrandece a un hombre facilitándole más
dinero, mejores muebles, cuadros más finos, alfombras más suntuosas y
un automóvil más costoso; sino entregándole conocimiento, sabiduría,
buenos principios, integridad; enseñándole amor. [...]
Ciertas vidas son
estrechas, porque las circunstancias mismas las han encogido. No
podemos decir, sin embargo, que la pobreza tenga necesariamente ese
efecto, ya que muchos que son pobres, que tienen que alojarse en una
casa pequeña, con pocas comodidades y lujos, llevan una vida amplia y
libre, tan ancha como el cielo en su alborozo. Hay en cambio quienes
poseen todos los bienes terrenales que pueda desear un corazón; así y
todo llevan vidas estrechas.
Hay personas para las
cuales la vida ha sido una carga tan onerosa que están a punto de
desmayar en el camino. Oran pidiendo salud; en cambio les llega la
enfermedad con su cuota de sufrimiento y sus costos. Su trabajo es
arduo. Les toca vivir en continuo malestar. Sus asociaciones son poco
amigables. No vislumbran ningún alivio. Cuando despiertan por la mañana
su primer pensamiento es la carga que deben echarse a cuestas y
sobrellevar una vez más. De arrastrarlo por tanto tiempo, Su desaliento
ha devenido en desesperación. El mensaje para esas personas es
«ensancha el sitio de tu tienda». Por muchas o por muy grandes que sean
las razones del desaliento, el cristiano no debe dejar que la amargura
penetre en su corazón y le ciegue los ojos, impidiéndole contemplar el
cielo azul y las estrellas radiantes.
Visto desde una
perspectiva terrenal, ¿pudo haber una vida más estrecha en su condición
que la de Cristo? Reparemos en lo que fue Jesús: el Hijo de Dios,
inmaculado, amoroso, infinitamente tierno de corazón. Consideremos
ahora la vida a la que se incorporó: el odio implacable que imperaba,
la enconada enemistad que lo perseguía, el desdén de que era objeto Su
amor a cada instante. Pensemos en el fracaso que al parecer sufrió Su
misión y en Su traición y muerte. Así y todo, nunca perdió el ánimo.
Nunca dio pie al resentimiento.
¿Cómo superó la estrechez?
El secreto era el amor. El mundo lo odió, mas Él siguió amando. Los
Suyos no lo recibieron; lo rechazaron. Sin embargo, Su afecto hacia
ellos no cambió. El amor lo salvó de acabar resentido por la estrechez.
Ese es el único secreto que salvará a una vida de la influencia
opresora de las más angustiantes circunstancias. ¡Ensanchemos nuestra
tienda! Hagamos lugar en ella para Cristo y nuestros semejantes.
Conforme creamos espacio para el ensanchamiento, este tendrá lugar.
Hubo una mujer que abrigó
rencor luego de un largo periodo de enfermedad, injusticia y agravio, a
tal punto que terminó presa de la desesperanza. Entonces, con motivo de
la muerte de un pariente, arribó a su puerta una huerfanita. La mujer
abrió esa puerta con muchas reservas. Al principio la niña no fue bien
recibida. Sin embargo, cuando la mujer finalmente la acogió, Cristo
entró con ella y enseguida el otrora hogar sombrío empezó a iluminarse.
La estrechez comenzó a ensancharse. Se presentaron otras necesidades
humanas que no fueron rechazadas. Al bendecir a otros, la mujer resultó
bendecida ella misma. Hoy en día no hay hogar más feliz que el de ella.
Probemos a hacer lo mismo cuando andemos de capa caída. Pongámonos al
servicio de los que necesitan nuestro amor y atención. Ofrezcamos
aliento a algún descorazonado, y nuestro propio desaliento se disipará.
Iluminémosle la vida solitaria a alguien y se iluminará la nuestra.
Algunas vidas terminan en
estrechez por no disponer de oportunidades. Hay quienes no tienen las
mismas oportunidades que otros. Quizás están físicamente incapacitados
para mantener su puesto en la marcha de la vida. Por otra parte, puede
ser que hayan fracasado en los negocios luego de años de duros
esfuerzos y no tengan el coraje para empezar de nuevo. Tal vez la
insensatez o el pecado los entorpeció, y no son capaces de remontar
como lo hacían antes. Hay gente en todo círculo social que por una u
otra razón no parece tener la oportunidad de sacar algún provecho a su
vida. En todo caso, sea cual sea el motivo por el que uno termina
encerrado en un espacio estrecho, como en una tienda muy reducida, el
evangelio de Cristo trae un mensaje de esperanza y regocijo. Siempre
nos llama a ENSANCHAR
el sitio de nuestra tienda y a extender las cortinas de nuestras
habitaciones; a no ser apocados, sino alargar nuestras cuerdas y
reforzar nuestras estacas.
Existe el peligro de que
algunos pequemos de excesiva satisfacción. Llegamos a considerar
infranqueables ciertos obstáculos que Dios permitió simplemente para
inspirarnos valor. Las dificultades no están concebidas para coartar
nuestros esfuerzos, sino para estimularnos a poner todo de nuestra
parte. Nos rendimos con demasiada facilidad. Determinamos que no
podemos hacer ciertas cosas y al darnos por vencidos sin batallar
pensamos que nos estamos sometiendo a la voluntad de Dios, cuando en
realidad no hacemos más que demostrar nuestra indolencia. Suponemos que
nuestras limitaciones son parte de los designios de Dios para nosotros
y que debemos aceptarlas con pasividad y tratar de conseguir del mal el
menos.
En algunos casos eso es
cierto: hay barreras infranqueables; no obstante, en muchos casos Dios
quiere que superemos nuestras limitaciones. Nos invoca a ensanchar el sitio de nuestra
tienda. […]
La vida no debe dejar de
ensancharse nunca. Un hombre debe alcanzar el máximo de sus
posibilidades en los últimos años de su vida. Siempre debiera estar
ensanchando el sitio de su tienda ¡hasta que las cortinas de su
habitación se proyecten hasta los ilimitados espacios de la
inmortalidad!