Dios es consciente de que tenemos necesidades materiales. Su Palabra
ofrece incontables promesas de provisión, incluso de abundante
suministro de bienes1. No obstante, Jesús también nos
advirtió que un vano afán de riquezas puede ser una piedra de tropiezo
en nuestro caminar por la senda del cristianismo2. La
naturaleza humana muchas veces también nos empaña la vista y nos impide
evaluar correctamente nuestras necesidades reales. Benjamin Franklin
observó: «Cuanto más [dinero] tiene un hombre, más quiere. En vez de
llenar un vacío, lo produce».
¿Con cuánto basta, entonces?El apóstol Pablo abordó ese complejo tema en su carta a Timoteo. Su conclusión sorprende por su minimalismo: «Si tenemos suficiente alimento y ropa, estemos contentos. Después de todo, no trajimos nada cuando vinimos a este mundo ni tampoco podremos llevarnos nada cuando lo dejemos»3. No es que el apóstol censure que uno tenga más que lo mínimo; lo que quiere dejar claro es que el verdadero contentamiento no está ligado a la prosperidad material.
Diversos estudios han arrojado que, más allá de cierto nivel, el incremento de la riqueza se traduce cada vez menos en felicidad y calidad de vida4. Tiene lógica: todos necesitamos dinero para nuestro propio sustento o para mantener una familia; pero una vez satisfechas nuestras necesidades y aspiraciones básicas, el afán de obtener riqueza por lo general choca con la búsqueda de la felicidad.
En conclusión, diríase que mucho depende de nuestra actitud y de lo que Dios esté obrando en nosotros en determinado momento de nuestra vida. Por sobre todo, tanto si en este momento gozamos de abundancia como si andamos escasos5, nos conviene recordar que el verdadero éxito en la vida está en el conocimiento del Padre celestial y en la cercanía con Él. «El que almacena riquezas terrenales pero no es rico en su relación con Dios, es un necio»6.
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