Hace varias Navidades
estaba yo en la puerta de un moderno centro comercial admirando un precioso
pesebre que exhibían en una vitrina cuando pasaron presurosas una madre y su
hijita. Al ver el atractivo nacimiento, la niñita tomó de la mano a su madre y exclamó:
—¡Mamá, mamá! ¡Quiero
mirar a Jesús!
Pero la madre, agobiada,
le respondió que aún no habían hecho ni la mitad de las compras y que no tenían
tiempo para detenerse. Se alejó, pues, llevando a rastras a su hijita, que
quedó visiblemente decepcionada.
Las palabras de aquella
niña me resonaron en los oídos durante mucho tiempo. «¡Quiero mirar a Jesús!»
Pensé en todo el ajetreo que había vivido en aquella Navidad, época en que
nuestro ya vertiginoso ritmo de vida se acelera aún más en medio de la vorágine
de las compras. ¿Cuántos minutos había pasado comprando, preparando adornos y
cocinando en los días previos a la Nochebuena? Y por otra parte, ¿cuántos había
dedicado a Aquel cuyo nacimiento y vida constituyen el auténtico significado de
esta fecha?
Jesús está siempre
cercano a nosotros. Él «está a mi diestra», y es «más unido que un hermano»
(Salmo 16:8; Proverbios 18:24). En cualquier momento podemos hablar con Él. Su
nacimiento es la esencia de la Pascua. Los obsequios que nos hace —paz, amor y
alegría de corazón— constituyen la magia sustancial de la Navidad. Con los
brazos extendidos nos ofrece esos presentes diciéndonos: «Venid a Mí. Yo os
haré descansar. Aprended de Mí, y hallaréis descanso para vuestras almas»
(Mateo 11:28-30). Sin embargo, nunca accederemos a esos regalos si sólo
pensamos en abrirnos paso a empellones, listas de compras y quehaceres en mano,
demasiado ocupados para detenernos y advertir siquiera que Él se encuentra ahí
mismo.
Reza un viejo refrán:
«En noche tormentosa no cae rocío». Asimismo, difícilmente experimentaremos el
solaz y el gozo de la proximidad a Jesús si estamos embarcados en una frenética
carrera para lograr esto y lo otro. El rocío del Cielo y las bendiciones de la
Navidad recalan pacíficamente en nuestro corazón cuando nos detenemos un
momento y, guardando silencio, pensamos en Él. En efecto, prescindir de Él es
desaprovechar la única alegría auténtica y duradera y el único amor perfecto
que podemos hacer nuestro en esta vida y compartir para siempre.
¿Por qué no hacer un
alto y disfrutar —realmente disfrutar— de la esencia de la Navidad? Reduzcamos
nuestras listas de quehaceres. Disfrutemos de la belleza. La Navidad entraña
muchas cosas maravillosas y muchos aspectos encantadores. Sería lamentable
perdérnoslo todo por andar envolviendo esto y aquello, corriendo a conseguir un
último detalle, cocinando tal y cual plato y enfrascándonos en cantidad de
preparativos para el festín. Es decir, por abarrotar la Navidad de tantas cosas
innecesarias. Mejor es detenernos a saborear las cosas que importan en la vida
en lugar de precipitarnos hacia la Navidad con tal furia que al llegar por fin
el Año Nuevo suspiremos con alivio: «¡Sobreviví a las fiestas!»
Jesús vino para bendecir
nuestra vida. Por eso celebramos la Navidad. Él dijo que había venido para que
tuviéramos vida y para que la tuviéramos en abundancia (Juan 10:10). El apóstol
Pablo añade: «Tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo»
(Romanos 5:1). La paz y la vida en toda su plenitud no tienen por qué sernos
esquivas. Están a nuestra entera disposición estas Navidades: basta que con
demos un espacio a Jesús en nuestra alma y en nuestra realidad cotidiana.
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