lunes, 21 de diciembre de 2015

El verdadero significado de la Navidad

Hace varias Navidades estaba yo en la puerta de un moderno centro comercial admirando un precioso pesebre que exhibían en una vitrina cuando pasaron presurosas una madre y su hijita. Al ver el atractivo nacimiento, la niñita tomó de la mano a su madre y exclamó:
—¡Mamá, mamá! ¡Quiero mirar a Jesús!
Pero la madre, agobiada, le respondió que aún no habían hecho ni la mitad de las compras y que no tenían tiempo para detenerse. Se alejó, pues, llevando a rastras a su hijita, que quedó visiblemente decepcionada.
Las palabras de aquella niña me resonaron en los oídos durante mucho tiempo. «¡Quiero mirar a Jesús!» Pensé en todo el ajetreo que había vivido en aquella Navidad, época en que nuestro ya vertiginoso ritmo de vida se acelera aún más en medio de la vorágine de las compras. ¿Cuántos minutos había pasado comprando, preparando adornos y cocinando en los días previos a la Nochebuena? Y por otra parte, ¿cuántos había dedicado a Aquel cuyo nacimiento y vida constituyen el auténtico significado de esta fecha?
Jesús está siempre cercano a nosotros. Él «está a mi diestra», y es «más unido que un hermano» (Salmo 16:8; Proverbios 18:24). En cualquier momento podemos hablar con Él. Su nacimiento es la esencia de la Pascua. Los obsequios que nos hace —paz, amor y alegría de corazón— constituyen la magia sustancial de la Navidad. Con los brazos extendidos nos ofrece esos presentes diciéndonos: «Venid a Mí. Yo os haré descansar. Aprended de Mí, y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mateo 11:28-30). Sin embargo, nunca accederemos a esos regalos si sólo pensamos en abrirnos paso a empellones, listas de compras y quehaceres en mano, demasiado ocupados para detenernos y advertir siquiera que Él se encuentra ahí mismo.
Reza un viejo refrán: «En noche tormentosa no cae rocío». Asimismo, difícilmente experimentaremos el solaz y el gozo de la proximidad a Jesús si estamos embarcados en una frenética carrera para lograr esto y lo otro. El rocío del Cielo y las bendiciones de la Navidad recalan pacíficamente en nuestro corazón cuando nos detenemos un momento y, guardando silencio, pensamos en Él. En efecto, prescindir de Él es desaprovechar la única alegría auténtica y duradera y el único amor perfecto que podemos hacer nuestro en esta vida y compartir para siempre.
¿Por qué no hacer un alto y disfrutar —realmente disfrutar— de la esencia de la Navidad? Reduzcamos nuestras listas de quehaceres. Disfrutemos de la belleza. La Navidad entraña muchas cosas maravillosas y muchos aspectos encantadores. Sería lamentable perdérnoslo todo por andar envolviendo esto y aquello, corriendo a conseguir un último detalle, cocinando tal y cual plato y enfrascándonos en cantidad de preparativos para el festín. Es decir, por abarrotar la Navidad de tantas cosas innecesarias. Mejor es detenernos a saborear las cosas que importan en la vida en lugar de precipitarnos hacia la Navidad con tal furia que al llegar por fin el Año Nuevo suspiremos con alivio: «¡Sobreviví a las fiestas!»
Jesús vino para bendecir nuestra vida. Por eso celebramos la Navidad. Él dijo que había venido para que tuviéramos vida y para que la tuviéramos en abundancia (Juan 10:10). El apóstol Pablo añade: «Tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Romanos 5:1). La paz y la vida en toda su plenitud no tienen por qué sernos esquivas. Están a nuestra entera disposición estas Navidades: basta que con demos un espacio a Jesús en nuestra alma y en nuestra realidad cotidiana.
Permíteme pasar unos minutos con Jesús. Él es el alma misma de la Navidad. Quiero que la celebración de Su nacimiento me conmueva de formas nuevas este año. Quiero descubrir los regalos que Él me concedió hace tanto tiempo. Quiero participar más íntimamente de la Navidad, asemejándome más a Él. Quiero parar un ratito para mirar a Jesús.

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