EL FARISEO Y EL PUBLICANO
La parábola del fariseo y el publicano
es un mini sermón acerca de la humildad y el auto elogio. El fariseo, petulante
y presumido, enamorado de sí mismo y orgulloso en exceso de sus propias obras,
le presenta a Dios un listado de sus virtudes, despreciando al pobre publicano
que lo mira desde lejos. Se pone por las nubes, se exalta a sí mismo y se
muestra totalmente egocéntrico. Y luego se retira sin hallar justificación,
condenado y rechazado por Dios.
El publicano, por su parte, siente que
no tiene nada de qué jactarse… ni siquiera se atreve a dirigir los ojos al
cielo, sino que con rostro demudado se da golpes en el pecho, y clama a Dios,
rogándole que tenga piedad de él, que es pecador.
Nuestro Señor nos relata, con gran
precisión, la secuencia de la historia de esos dos hombres, uno absolutamente
carente de humildad, mientras que el otro, totalmente inmerso en contrición y
humildad.
«Les digo que fue este pecador —y no el
fariseo— quien regresó a su casa justificado delante de Dios. Pues los que se
exaltan a sí mismos serán humillados, y los que se humillan serán exaltados».
Dios valora enormemente el corazón
humilde. Vestirse de humildad es algo muy bueno. Está escrito: «Dios resiste a
los soberbios, y da gracia a los humildes». Lo que acerca al alma suplicante a
Dios es la humildad de espíritu. Lo que da alas a la oración es la contrición y
la humildad. La soberbia, el orgullo y el engreimiento cierran por completo las
puertas de la oración. Quien se acerca a Dios debe hacerlo sin reparar en su
propio ego. No debe creerse lo máximo ni tener una idea sobrevalorada de sus
virtudes y buenas obras.
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