Las oraciones fervientes honran a
Dios, y Dios honra las oraciones fervientes. A Dios no lo ofenden tus sueños
más ambiciosos o tus oraciones más fervorosas. […] No hay nada que le
guste más a Dios que cumplir Sus promesas, responder a las oraciones, hacer
milagros y cumplir sueños. Así es Él. Es lo que hace. Y cuánto más ambiciosas
sean nuestras oraciones, mejor, porque lo glorifica aún más. Los mejores
momentos de la vida son los momentos milagrosos en que se cruzan la impotencia
humana y la omnipotencia divina, y esto ocurre cuando pedimos que ocurra lo
imposible e invitamos a Dios a intervenir.
Lo primero que es absolutamente
imperativo entender es esta sencilla pero transformadora verdad: Dios está
contigo. Si no lo crees, entonces tus oraciones serán muy débiles. Si lo crees,
entonces tus oraciones serán contundentes y audaces. Y de una manera u otra,
tus oraciones débiles o las contundentes y audaces cambiarán la trayectoria de
tu vida y te convertirán en dos personas diferentes. Las oraciones son
profecías. Predicen con precisión el futuro de tu vida espiritual. Terminas
siendo un reflejo de tus oraciones. La transcripción de tus oraciones termina
siendo el guión de tu vida.
Cada oración tiene una genealogía.
Los milagros son la consecuencia de las oraciones que hiciste o que alguien
hizo por ti. Y eso debería ser lo único que te motiva a orar.
Dios decidió que ciertas
expresiones de Su poder se manifestaran solo en respuesta a las oraciones.
Dicho de modo claro, Dios no lo hará si no lo pides. No tenemos porque no
pedimos. La peor tragedia de la vida son las oraciones que no se hacen y por lo
tanto no son respondidas.
Lo bueno de todo esto es que si
pides, no hay riesgos. Puedes vivir con una expectativa divina porque no sabes
nunca cómo, cuándo o dónde Dios responderá tu oración. Pero les prometo que
responderá. Y Sus respuestas no están limitadas por tus peticiones. Pedimos con
ignorancia, pero Dios responde con Su omnisciencia. Oramos con impotencia y
Dios responde con Su omnipotencia. Mark
Batterson[1]
*
¿Cuándo oras con todo el corazón?
Me refiero a momentos en los que te desahogas de corazón con el Señor. Deber
haber ciertas ocasiones en las que te imbuyes en el espíritu de la oración.
¿Cuándo rezas fervientemente?
Cuando yo me meto de verdad en el
espíritu de la oración, me conmuevo profundamente, lloro e imploro, hablo en
lenguas y me conecto. Nos hace bien espiritualmente saber que hemos derramado
nuestro corazón al Señor y que lo hemos invocado con todo el corazón.
El Señor quiere que estemos
felices y por lo general lo estamos. Al mismo tiempo debe haber momentos en que
no nos conformamos con las cosas tal y como están, cuando le suplicamos que
cambie una situación complicada, rezamos con fervor y nos desahogamos con Él.
¿Cuándo fue la última vez que lo
hiciste? ¿Cuánto hace que no oras con ese afán? ¿Lo has hecho alguna vez?
¿Cuándo te preocupas de veras por
una situación e imploras de todo corazón? ¿Cuándo te interesas de verdad por
tus hijos, por las personas a quienes apacientas espiritualmente, por las
necesidades del mundo, por los que no son salvos y oras con todo el corazón en
el Espíritu?
La Palabra de Dios dice: «El día
que me invoques con todo el corazón, responderé». David Brandt Berg.
*
En una ocasión le preguntaron a
George Mueller cuánto tiempo pasaba de rodillas. Respondió: «Vivo en un
espíritu de oración. Rezo mientras camino, cuando me acuesto y cuando me
levanto. Y siempre recibo respuestas. Mis plegarias han sido respondidas miles
y decenas de miles de veces. Cuando estoy convencido que algo está bien y es
para la gloria de Dios, oro sin cesar hasta que llega la respuesta.»
*
Esta mañana encontré una notita
que había colocado en mi Biblia hace meses, en la que había escrito una simple
oración pidiéndole a Dios algo que era inalcanzable para mí. Estaba preocupada
(antes de decidir renunciar a mi trabajo) por los asuntos económicos, y la
petición lo reflejaba.
Había escrito unas cinco cosas,
asuntos complicados que le estaba pidiendo a Dios que resolviera. Debo
reconocer que no esperaba respuesta alguna, lo cual descarta la idea de que
Dios solo responde las oraciones que provienen de un corazón expectante.
Realmente estaba abatida, agotada. Y temerosa.
No tenía expectativa alguna, pero esperaba que Dios
se moviera a nuestro favor.
Sabía que debía dar un paso de fe,
y sabía que me estaba aferrando a lo seguro, el salario regular que recibía dos
veces al mes, la cantidad de dinero exacta que me depositaban en la cuenta
bancaria. Me gustan los planes concretos. Y Dios me estaba pidiendo de dejara
el plan concreto para lanzarme hacia algo desconocido.
Me estaba pidiendo que confiara en
Él.
El solo recuerdo de ese momento me
genera preocupación. Me tiemblan los dedos sobre las teclas al mecanografiar
los pensamientos que traen a la memoria aquel momento.
No me gusta arriesgar. Quería saber que no privaría a mis hijos de continuar educándose en la
escuela cristiana que tanto nos gustaba. No podía ser que Dios nos pidiera que
hiciéramos tal cosa. ¿Se habría olvidado de nuestros gastos? Tal vez se había
olvidado que aún estábamos pagando gastos de las tres mudanzas de los últimos
dos años. Tal vez no estaba viendo el panorama general.
Ahora lo recuerdo y me causa risa,
porque esa era mi forma de ver la situación cuando tomé aquella loca decisión.
Como si Dios necesitara que le recordara la realidad de las cosas. Como si Él
no supiera.
Y hoy, meses después, soy una
escritora que enseña arte en su casa, que a veces vende arte impreso y que ha
aprendido que Dios siempre interviene para que se haga Su voluntad en la vida
de uno.
Estaba hojeando la Biblia con una
taza de café en una mano (querido Jesús, te ruego que no me pidas nunca que
deje el café…) y con mi pluma favorita en la otra mano, y esta notita me
saltó a la vista.
Pidiéndole a Dios que interviniera.
Pidiendo bendiciones inalcanzables. Suplicando que ocurriera lo que parecía
imposible. Y mientras la leo, literalmente me quedo pasmada.
Cada una de mis peticiones fue
respondida. Bendiciones inesperadas. Que nos llegaron de maneras muy
inesperadas. Hasta el último detalle… Él me escuchó.
No me vengan a decir que Dios no
existe. No me digan que no responde nuestras plegarias. Ni se les ocurra pensar
que nuestras peticiones a nuestro Padre celestial llegan a oídos sordos, que
flotan en el espacio sideral.
Si lo hacen, les mostraré esa nota
que escribí cuando estaba llena de temores, y les diré: «El me escuchó. Hizo
mucho más de lo que pudiera pedir o pensar. Él me ama.»
Y, ¿sabes algo? También lo hará
por ti.
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