EL POZO MILAGROSO
Hoy en día, cuando necesitamos un poco de agua no nos hacemos problemas.
Vamos al caño, abrimos la llave y ya está, obtenemos la cantidad de agua
que deseemos.
Sin embargo, mi esposa Robbie y yo recordamos aún aquellos días en que
no era tan fácil. Allá por los años treinta de la Gran Depresión,
vivíamos en una casa pequeña de dos habitaciones, no muy lejos de la
casa-granja de mi suegro en Daysville, Tennessee.
Yo trabajaba en una empresa constructora de carreteras y para ir a
trabajar tenía que caminar 8 kilómetros en la mañana y la misma
distancia de regreso por la tarde.
En nuestra casa no teníamos ni electricidad ni cañerías de agua;
usábamos una estufa a leña para cocinar y calentar la casa. Y para lavar
la ropa y bañarnos íbamos a un arroyo que pacíficamente seguía su
armonioso recorrido a escasos cincuenta metros, pero para conseguir el
agua para beber y lavar la vajilla sí había que caminar para traerla del
manantial que quedaba en la pradera. ¡Era toda una peregrinación! Es
decir bajar unos 300 metros por la ladera, pasar bajo un portón de
madera, llenar los dos cántaros de diez litros cada uno y regresar
cuesta arriba con todo el peso encima. Era muy cansador para todos,
especialmente para mi esposa que siempre llevaba a nuestras hijas
pequeñas. A pesar de las penurias, no cesamos de darle las gracias a
Dios por todo lo que sí teníamos y nos sentíamos muy confiados que Él
estaba al tanto de todas nuestras dificultades y necesidades.
Un fin de semana, mi esposa Robbie se fue con las niñas a visitar a su
padre y me quedé haciendo limpieza en el huerto. Hacía mucho calor,
estaba moviendo la tierra, acomodando las hojas, extrayendo la mala
hierba; era un trabajo si bien muy saludable pero a la vez muy agotador.
Mientras disminuía mi ritmo para recuperar el aliento, sentí la
presencia de un extraño. Enseguida interrumpí mis labores. Era un hombre
alto con una camisa blanca muy limpia y pantalones negros. Estaba parado
frente a mí a unos escasos veinte metros. La verdad es que me sorprendí
muchísimo, porque, dada la naturaleza de nuestra propiedad y el campo
abierto que la rodeaba, siempre veíamos venir ya de lejos a nuestros
pocos visitantes, pero esta vez ni me di cuenta en absoluto hasta que ya
estaba muy cerca.
—¡Buenos días! —me saludó amablemente con una voz grave, tranquila,
agradable, y casi inmediatamente me preguntó: —Tengo mucha sed. ¿Podría
darme un vaso de agua por favor?
Como nos costaba tanto esfuerzo conseguir el agua potable, su uso era
bien medido y no se derrochaba ni una gota. La cuidábamos mucho porque
sino pronto tendríamos que ir de nuevo al manantial y el sólo pensarlo
ya era agotador.
Sin embargo, pensé que el extraño también podría estar agotado, tal vez
aún más agotado que yo. Hice acallar las vocecitas que me decían que
quedaba muy poca agua y que lo necesitaba para mi esposa e hijas que
volverían pronto, también muy agotadas. Muy consciente que posiblemente
mi hospitalidad podría significar un viaje nocturno al manantial, le dije:
—¡Por supuesto amigo! —y al disponerme a alcanzarle el vaso con agua del
manantial se me ocurrió que también debería invitarle algo para comer.
—Sólo agua, gracias, si tuviese otro vaso por favor, se lo agradecería
—contestó cortésmente.
Con ello se acabó el agua potable de los baldes. Como de todas maneras
tenía traer más y sabiendo que el hombre cansado apreciaría mucho el
agua fresca del manantial le dije:
—Voy por agua fresca, siéntese y descanse. Bajé hasta por la ladera y al
regreso le serví un vaso lleno de agua cristalina. No demoró mucho en
beberla.
—Es un agua muy buena —me dijo y añadió:
—¡Qué lástima que tenga que caminar tan lejos para recogerla!
—Sí es verdad, nos hubiera gustado que esté más cerca pero... tenemos
otras muchas bendiciones.
Se dibujó una sonrisa en el rostro del extraño, me dio las gracias y se
fue caminando hacia Daysville. Me quedé observándolo. No sé por qué pero
me sentí bien aunque algo extraño. ¿De dónde salió este hombre?¿De dónde
vino y hacia dónde irá? Había sentido mucha paz ante su presencia.
Me quedé intrigado y decidí ir al pueblo de Daysville. Como era un
pueblo tan pequeño, yo sabía que un extraño siempre llamaría la atención
y así obtendría más información de aquel hombre misterioso. Sin embargo,
nadie lo había visto llegar, mis amigos que siempre se sientan a
conversar en el pórtico del almacén de víveres a la entrada del pueblo
me dijeron:
—¡Si hubiera pasado lo hubiéramos visto!
A los pocos días llovió torrencialmente. Cerca de la casa como a diez
metros, empezó a brotar agua de la tierra. Al día siguiente la tierra
empezó a secarse por todos lados pero menos en ese sitio, de donde
brotaba un hilito de agua. Quise averiguar qué pasaba y cavé con mi
pala. Para mi asombro empezó a salir agua fresca, era un nuevo manantial
exactamente en el mismo lugar donde estaba parado el extraño cuando lo vi.
Ya no teníamos que hacer todo ese trajín para obtener agua fresca. Dos
años más vivimos en esa casa y nuestro manantial no se secó mientras
estuvimos allí. Al mudarnos, otra vez volvió a llover fuertemente y el
manantial se secó.
Han pasado muchos años desde entonces, pero mi familia y yo jamás nos
olvidaremos de esa fuente milagrosa que nos calmó la sed y nos dio
alivio. Aún ahora al recordarla nos trae paz.
Dimos unos vasos de agua fría y ¡a cambio recibimos un manantial!
De cierto os digo que cualquiera que dé a unos de estos pequeñitos un
vaso de agua fría solamente, de cierto os digo que no quedará sin
recompensa. (Mateo 10:42)
En cuanto lo hicisteis a uno de estos Mis hermanos más pequeños, a Mí me
lo hicisteis. (Mateo 25:40)
Adaptado de un relato de Tom Douglas