EL CONSERJE Y EL PRESIDENTE
Buck Jacobs
Había una vez un conserje que trabajó para la misma empresa durante cuarenta años. Jamás ascendió de puesto. Siempre fue el conserje y nunca tuvo a nadie a sus órdenes. Nunca fue dueño de una casa, nunca hizo una inversión, nunca se compró un automóvil nuevo. Pero era un buen conserje.
Durante más de cuarenta años, le preguntaban a veces: «¿Para qué trabajas tanto? No hace ninguna falta que te mates trabajando de esa manera.» Y el conserje respondía: «Mira, este trabajo lo hago para Jesús y tengo que hacerlo bien. Él es mi mejor amigo. Lo amo y tengo que hacer lo mejor que pueda para Él, porque dio la vida por mí».
Algunas de esas personas se reían y pasaban de largo. Otras preguntaban: «¿Jesús es tu amigo? ¿Cómo puede ser Él un amigo? No lo conozco de esa manera».
Reaccionaba con una sonrisa, y a nadie le pasaba desapercibido el amor que se reflejaba en sus ojos cuando respondía: «Mira, te hablaré de mí y de Jesús». Nunca estaba demasiado ocupado para contar cómo se manifestaba en su vida el amor del Señor.
En la misma empresa había otro hombre que trabajó allí durante cuarenta años, empezó su carrera al mismo tiempo que el conserje. Al terminar sus estudios entró a la empresa como vendedor, y rápidamente se convirtió en el mejor de su departamento. En un tiempo récord lo ascendieron, y se convirtió en el más joven gerente de ventas, luego en gerente regional, después vicepresidente de ventas y, finalmente, en el más joven presidente que había tenido la compañía.
A su cargo, la empresa se expandió, hasta llegar a ser líder internacional en su ramo.
Era un respetado feligrés de una espléndida iglesia a la que asistía los domingos con su familia, y se sentaban en la cuarta fila a la izquierda en el oficio de las once de la mañana.
Pero del domingo al lunes cambiaba mucho la situación. Estaba tan ocupado que Dios quedó desplazado, fuera de la mayor parte de su vida.
Los dos hombres fallecieron el mismo día. Cada uno compareció ante Jesús para dar cuenta de lo que había hecho en la vida.
Como siempre, el presidente ejecutivo fue el primero.
Jesús le puso la mano en el hombro al ejecutivo, y le dijo: «Has empleado bien la vida. Te di inteligencia y oportunidades. Has trabajado mucho y aprovechado cuanto te puse delante. Tus logros son muchos. Sin embargo, debes dejar atrás todo lo que construiste. Tus casas y automóviles, tu empresa y tus clubes eran algo bueno, pero no son parte de Mi reino. […]
Aquí no hace falta tu dinero. Has trabajado mucho, aunque de forma imprudente. Ganaste lo bueno, más perdiste lo mejor».
El conserje estaba cerca. Observaba con humildad, temor y asombro. Si el Señor no elogiaba a todo un presidente ejecutivo, ¿qué podría esperar un simple conserje? Tenía la cabeza agachada y le rodaban lágrimas por las mejillas cuando Jesús le puso las manos en los hombros y le dijo:
«Levanta la vista». El conserje alzó la mirada, dirigiéndola al rostro del Señor al que amaba. «Date la vuelta; ¿qué ves?»
El conserje se dio la vuelta; el brazo fuerte de Jesús le rodeaba los hombros. Perplejo, observó multitudes alegres que se le acercaban. En el rostro reflejaban un amor y un gozo que jamás había visto.
Se dio la vuelta para mirar a Jesús, y le dijo: «Señor, solo reconozco a unos cuantos. ¿Quiénes son los otros?»
Jesús le dijo: «Los que reconoces son personas a las que les hablaste de Mi amor. Los otros son personas a quienes ellos hablaron de Mi amor. Han venido a darte las gracias. Participa del gozo preparado para ti desde el principio del mundo».
Los dos hombres tuvieron oportunidades, como cualquiera de nosotros. Uno amasó una fortuna en este mundo; el otro, en el Cielo. Una fortuna fue temporal; la otra, eterna. Las dos fueron consecuencia de las decisiones que tomaron esos dos hombres.