jueves, 11 de febrero de 2016

El Nazi y su prisionera

EL NAZI Y SU PRISIONERA
por Corrie Ten Boom

Lo vi en una iglesia de Munich. Era un hombre delgado de cabellos claros. Llevaba un abrigo gris y estrechaba entre sus manos un sombrero marrón. El público estaba saliendo de la sala subterránea donde yo acababa de dar una conferencia, e iba avanzando entre las filas de sillas de madera en dirección a la puerta del fondo. Corría el año 1947, y yo había llegado de Holanda a una Alemania derrotada con un mensaje de que Dios perdona.
Era la verdad que más necesitaban en aquel país amargado y arrastrado por las bombas, y utilicé mi metáfora preferida. Quizá por ser holandesa, siempre pienso en el mar, y me gusta la idea de que en él son arrojados los pecados perdonados. «Cuando confesamos nuestros pecados —dije—, Dios los arroja a lo más profundo del océano y allá quedan para siempre».
Con expresión grave, los asistentes tenían la mirada fija en mí, sin atreverse a creerlo del todo.
En la Alemania de 1947, no había preguntas después de una conferencia. Al terminar, el público se levantaba en silencio, en silencio recogía sus abrigos y en silencio salía de la sala.
Fue entonces cuando lo vi, abriéndose paso entre la multitud. Primero lo vi con el abrigo y el sombrero; un instante después, con uniforme azul y su gorra de visera con una calavera.
 De repente me vino a la memoria: una sala inmensa con luces deslumbrantes, una patética pila de ropas y zapatos en el centro de la sala, la vergüenza de estar desnudas en presencia de aquel hombre. En frente de mí recordé la frágil figura de mi hermana, con las costillas marcadas bajo su piel apergaminada. ¡Qué flaca estabas, Betsie!
Betsie y yo fuimos detenidas por esconder judíos en nuestra casa durante la ocupación de Holanda por los nazis. Aquel hombre había sido guardia del campo de concentración de Ravensbrück, adonde fuimos enviadas. 
De pronto me lo encontré delante de mí, con la mano extendida.
—¡Excelente sermón, Fräulein! —dijo— ¡Qué bueno saber que, como usted dijo, todos nuestros pecados están en el fondo del mar!
Yo, que había hablado con tanta facilidad del perdón, me puse a hurgar en mi cartera en vez de darle la mano. Como era natural, no se acordaba de mí. ¿Quién se iba a acordar de una prisionera entre miles?
Yo sí que me acordaba de él y de la fusta de cuero que le colgaba de la correa. Era la primera vez, desde que recobré la libertad, que me encontraba cara a cara con uno de mis anteriores guardianes. Se me heló la sangre.
—Mencionó Ravensbrück —me dijo—. Yo fui guardián allí.
Efectivamente, no se acordaba de mí.
—Pero —prosiguió—, ahora soy cristiano. Sé que Dios me ha perdonado las crueldades que cometí allí, pero me gustaría oírlo también de labios de usted. 
—Fräulein —dijo, mientras me extendía la mano—, ¿me perdona?
Yo, cuyos pecados tenían que ser perdonados cada día, me encontraba frente a él, incapaz de hacerlo. Betsie murió allí; ¿era suficiente que él pidiera perdón para borrar de mi memoria la lenta y dolorosa muerte de mi hermana?
No debió de estar muchos segundos con la mano extendida, pero a mí me parecieron horas, mientras forcejeaba para hacer lo que más me ha costado en toda la vida.
No tenía más remedio que hacerlo, y lo sabía. Dios nos perdona, pero con una condición: que nosotros perdonemos a los que nos han ofendido. «Si no perdonáis a los hombres sus ofensas —dijo Jesús—, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas».
Para mí, aquello era más que un mandamiento de Dios: era una experiencia de la vida diaria. Desde que terminó la guerra, había tenido un hogar en Holanda para víctimas de la barbarie nazi. Los que habían sido capaces de perdonar a sus antiguos enemigos pudieron volver también al mundo exterior y reconstruir sus vidas, por grandes que fueran las cicatrices físicas. Los que albergaban rencores continuaron siendo inválidos. No podía ser más sencillo y a la vez más horroroso.
Yo seguía parada, con el corazón helado. Pero el perdón no es una emoción y yo también sabía eso. El perdón es un acto voluntario y la voluntad es capaz de funcionar independientemente de la temperatura del corazón. «Ayúdame, Jesús —oré en silencio—. Puedo levantar la mano. Por lo menos puedo hacer eso. Dame Tú el deseo».
Inexpresiva y maquinalmente, extendí la mano y se la di. Y al hacerlo, sucedió algo increíble. Una corriente eléctrica, partiendo de mi hombro, me recorrió el brazo en un instante y produjo como un chispazo en nuestras manos entrelazadas. A continuación, aquella calurosa sensación invadió todo mi ser y me saltaron las lágrimas a los ojos.
—¡Te perdono, hermano! —exclamé—. ¡De todo corazón!
Durante un rato estuvimos dándonos la mano, el ex guardián y la ex prisionera. Jamás había sentido el amor de Dios con tanta intensidad.

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