¡AHORA TÚ!
Dos hermanitos vestidos de harapos, de aproximadamente cinco y diez
años, iban por las calles y las casa pidiendo un poco de comida. Estaban
hambrientos
—Vayan a trabajar y no molesten, —se oía detrás de una puerta.
—Aquí no hay nada, pordioseros, —decía otro.
Las múltiples tentativas frustradas entristecían a los niños. Por fin,
una señora muy atenta les dijo:
—Voy a ver si tengo algo para ustedes. ¡Pobrecitos!
Y volvió con una lata de leche. ¡Qué fiesta! Ambos se sentaron en la acera.
El más pequeño le dijo a su hermano:
—Tú eres el mayor, toma primero.
Y lo miraba con sus dientes blancos, con la boca medio abierta,
relamiéndose.
Yo contemplaba la escena desde cierta distancia. El mayor llevaba la
lata a la boca y, pretendiendo que bebía, apretaba los labios
fuertemente para que no le entre ni una sola gota de leche, sin que su
hermanito se percatase de lo que estaba haciendo.
Después, extendiéndole la lata, decia al hermano:
—Ahora es tu turno. Sólo un poquito.
Y el hermanito, dando un trago exclamaba:
—¡Está sabrosa!
—Ahora yo, —decía el mayor, llevándose nuevamente la lata a la boca sin
beber nada.
«Ahora tú», «Ahora yo», «Ahora tú», «Ahora yo»...
Después de cinco o seis tragos, el menorcito, de cabello ondulado, con
la camisa afuera, se había acabado toda la leche, él solito.
Y entonces, sucedió algo que me pareció extraordinario. El mayor comenzó
a cantar, a danzar, a jugar fútbol con la lata vacía de leche. Estaba
radiante, con el estómago vacío, pero con el corazón rebosante de alegría.
Brincaba con la naturalidad de quien no hace nada extraordinario, o aún
mejor, con la naturalidad de quien está habituado a hacer cosas
extraordinarias sin darles la mayor importancia.
De aquel muchacho podemos aprender una gran lección:
Quien da es más feliz que quien recibe.
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