jueves, 11 de junio de 2015

Amor que duele

AMOR QUE DUELE

Cualquiera que haya sido el destino de aquellos proyectiles de mortero,
el hecho es que cayeron sobre un orfanato dirigido por misioneros en un
pequeño pueblito de Vietnam. Los misioneros y dos de los niños murieron
en el acto. Varias criaturas más quedaron heridas, entre ellas una
chiquilla de unos ocho años.
Algunas personas del pueblo pidieron asistencia médica desde una
localidad vecina que tenía comunicación por radio con las fuerzas
norteamericanas. Finalmente un doctor y una enfermera de la marina
llegaron en jeep. No portaban otra cosa que sus bolsos de instrumental
médico elemental. Determinaron que la niña era la que se encontraba en
estado de mayor gravedad. Sin una intervención rápida, moriría a causa
del shock y de la hemorragia.
Una transfusión se hacía imperiosa y para ello se requería de un donante
con el grupo sanguíneo correspondiente.
Un rápido análisis arrojó que ninguno de los dos norteamericanos era del
mismo grupo sanguíneo que la nena, pero varios de los huérfanos sí.
El médico apenas balbuceaba unas palabras en vietnamita y la enfermera
hablaba un poco de francés elemental. Con esa combinación y un
improvisado lenguaje de señas, trataron de explicar a aquellos niños
asustados que si no suplían parte de la sangre perdida por la niña, ésta
moriría sin remedio. Preguntaron entonces si alguien estaba dispuesto a
donar sangre para ayudarla.
Su petición fue respondida con miradas atónitas y un silencio absoluto.
Luego de unos minutos, que parecían eternizarse, se alzó titubeante una
pequeña mano, que enseguida se plegó para finalmente levantarse otra vez.
—Muchas gracias —dijo la enfermera en francés— ¿cómo te llamas?
—Heng —le respondió el niño.
Rápidamente acostaron a Heng sobre un catre, le limpiaron el brazo con
alcohol y le introdujeron una aguja en la vena. El niño permaneció
quieto y en silencio a través de la prueba.
Al cabo de un momento soltó un profundo sollozo y se tapó rápidamente la
cara con la mano que tenía libre.
—¿Te duele, Heng? —preguntó el médico.
El niño movió la cabeza respondiendo que no, pero luego de unos minutos
soltó otro sollozo y una vez más quiso disimular su llanto. El médico
volvió a preguntarle si la aguja dolía y una vez más Heng respondió
negativamente, haciendo señas con la cabeza.
Sin embargo sus gemidos esporádicos derivaron en un llanto continuo y
silencioso. Mantenía los ojos herméticamente cerrados y el puño en la
boca para acallar sus sollozos.
El médico y la enfermera comenzaron a preocuparse. Evidentemente algo le
pasaba. En ese momento llegó una enfermera vietnamita para asistir al
equipo médico. Al ver la angustia del pequeño le habló de forma
presurosa en vietnamita. Escuchó su respuesta y volvió a platicarle,
esta vez en tono tranquilizador.
Al cabo de unos momentos el paciente dejó de llorar y miró a la
enfermera vietnamita con gesto dudoso. Al asentir ella con la cabeza, la
expresión del rostro del pequeño cambió por una de gran alivio.
Levantando la mirada, la enfermera dijo en voz baja a los norteamericanos:
—Creía que se estaba muriendo. Les entendió mal. Pensó que le habían
pedido que diera toda su sangre para salvarle la vida a la niña.
—¿Pero por qué habría de acceder a eso? —preguntó la enfermera
norteamericana.
La vietnamita repitió la pregunta al niño, quien respondió sobriamente:
—Es mi amiga.

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