lunes, 19 de octubre de 2015

Más allá del deber

MÁS ALLÁ DEL DEBER

Era el día de Navidad y yo tenía diez años. Me encontraba en la sala de
asistencia social de un hospital y al día siguiente me iban a someter a
una delicada operación ortopédica. Sabía que tenía por delante varios
meses de encierro, convalecencia y sufrimiento. Mi padre había muerto, y
mi madre y yo vivíamos solos en un pequeño apartamento y nos manteníamos
del seguro social. Aquel día mi madre no pudo visitarme.
Al pasar las horas me invadió una intensa soledad, una sensación de
temor y desesperación. Sabía que mi madre estaba sola en la casa,
preocupándose por mí, y que no tenía a nadie con quién comer, ni
suficiente dinero como para costearse una cena navideña.
Se me llenaron los ojos de lágrimas, así que metí la cabeza debajo de la
almohada y me tapé hasta arriba con la manta. Lloré en silencio, y con
tanto desconsuelo que me dolía todo el cuerpo.
Una joven enfermera que estaba allí como practicante, se acercó al
escuchar mi sollozo. Me destapó la cara y comenzó a secarme las
lágrimas. Me dijo que se sentía muy sola, pues tenía que trabajar ese
día y no lo podía pasar con su familia. Me preguntó si quería cenar con
ella. Entonces trajo dos bandejas de comida: pavo con puré de papas, una
salsa deliciosa y de postre, helado. Me habló y trató de tranquilizarme
y disipar mis temores.
Y aunque le tocaba retirarse a las cuatro de la tarde, se quedó, por
iniciativa propia, hasta casi las once de la noche. Jugamos algunos
juegos, conversamos y me hizo compañía hasta que finalmente me quedé
dormido.
Han pasado muchas Navidades desde que tenía diez años, pero cada año
recuerdo aquella Navidad y la sensación de frustración, temor y soledad
que sentí, así como el calor y la ternura de aquella extraña que de
alguna manera hizo que pudiera sobrellevarlo todo.

Autor anónimo

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